

Mariposas en el estómago
Marilyn Payrol Morán

Hace días siento una presión en mi vientre que se eleva al pecho. Hace días mis reflexiones, T-O-D-A-S, están atravesadas por ese dolor agudo, como si bajaran del cerebro a mi estómago para luego ser expulsadas, no sin rastros de inquietud y desazón, por la boca o las manos. No puedo seguir leyendo sobre las toxinas que envenenan nuestros alimentos –me digo. Para investigar lo que yo decidí investigar hay que ser fuerte –me digo. Intuición: parece que no soy lo suficientemente fuerte como creía.
Teniendo en cuenta que [incluso] la leche materna ahora en efecto contiene venenos literales –desde diluyentes de pintura hasta disolventes de lavado en seco pasando por desodorantes de baño, gasolina para cohetes, DDT y retardadores de llamas–, literalmente no hay manera de escapar de ellos. Hoy la toxicidad es una cuestión de grado, del número aceptable de partes por unidad. [Maggie Nelson]
Este escrito sale profundamente contaminado… por temores, por glisofato, por microplásticos, por anhelos, por retortijones… Consuelo: la contaminación es inevitable e, incluso, deseable. ¿No es lo queer ese estado contaminado, ambiguo e infinitamente suspendido en un in-between?
¿De dónde sacamos ese afán por lo puro, por lo preciso, por lo encasillado? A Annemarie Mol inspirarse en la comida le ha permitido hacer otra teoría (con minúscula). Esta teoría (con minúscula) pone en crisis los repertorios filosóficos que hemos construido y las jerarquías que traen consigo: una que eleva al humano por encima los otros-no-humanos haciéndolo un “ser especialmente merecedor”, y otra que posiciona al cerebro por encima del estómago; al pensar por encima del comer y del cuidar; a la teoría por encima de la práctica; a lo definido por encima de lo fluido….
¿Cómo explicar, en una cultura frenética por definiciones –se pregunta Maggie Nelson– que a veces el asunto sigue siendo confuso? […] Qué presunción todo esto. Por un lado, el impulso aristotélico –quizás una necesidad evolutiva– de categorizarlo todo –depredadores, crepúsculos, comestibles–; por el otro, la necesidad de rendir tributo a lo transitivo, a la fuga, a esa gran SOPA del ser en la que vivimos…
Una vez leí que los médicos medievales consideraban el cuerpo humano como una serie de recintos anidados o concéntricos, cada uno de ellos delimitado por su propia membrana. También pensaban que el vientre estaba encerrado en varias capas de piel. Esta involución anidada del cuerpo duplica la relación del cuerpo como microcosmos con el macrocosmos del mundo natural, siendo el universo articulado por una serie interminable de recintos de lo mismo dentro de lo mismo –planteaba el autor, un tal Steven Connor.
En su contra-historia, Úrsula K. Le Guin sugiere que el primer dispositivo cultural fue probablemente un recipiente. Si algo que hacen los humanos es poner ALGO QUE DESEAN, porque es útil, comestible o hermoso, en una bolsa, una canasta…. y luego te lo llevas a casa contigo, y entonces el hogar es otro tipo de bolsa o bolsa más grande, un contenedor para personas…. en esta vasta bolsa, esta panza (vientre) del mundo, este vientre de cosas por ser y tumba de las cosas que fueron, esta historia interminable.
UNA SERIE INTERMINABLE DE RECINTOS DE LO MISMO DENTRO DE LO MISMO…..
Fue con Ciudad de cristal de Paul Auster que caí en cuenta que la palabra “saborear” era, en realidad, una referencia a la palabra latina “sapere”, que lo sabroso y la sabiduría compartían un estrecho vínculo, pero un vínculo que estaba dado por el placer y el castigo: fue el sabor de la manzana que Eva mordió el que la lanzó al conocimiento del mundo. ¿En qué momento hicimos tan lejanos la lengua, el estómago, el cuerpo –sintiente, suficientemente lleno y henchido de placer– de la sabiduría? ¿En qué momento se impuso el castigo?
En The Philosopher and the Chicken, Steven Shapin se pregunta por qué se concibe el estómago en el polo opuesto de la verdad. Lo que revelan las historias de los filósofos que Shapin rastrea (desde Sócrates, hasta Newton, Bacon, Wistgenstein y muchos otros) es que quienes buscan la verdad solo la encuentran negando las demandas del estómago y, más generalmente, del cuerpo. Comer más de lo mínimo o ANHELAR delicias era comprometer la autosuficiencia ideal del filósofo. La condición para la verdad era una dieta austera.
Sobras: Descartes, el dualista más sistemático de la revolución científica, obsesionado como estaba con vivir mucho tiempo, fue incapaz de asumir la separación de su mente con respecto a su cuerpo. Su juicio era que era bueno mantener siempre el estómago y otras vísceras en funcionamiento, como hacemos con los caballos. […] Nuestra propia experiencia –insistía– nos enseña si un alimento nos sienta bien o no, y por lo tanto siempre podemos APRENDER para el futuro si debemos o no volver a comer el mismo alimento, y si debemos comerlo de la misma manera y en el mismo orden [Steven Shapin].
¿Cómo hacerle espacio a las sobras? ¿Cómo escribir desde los márgenes de los relatos oficiales, desde los residuos de las grandes historias, desde los límites de los placeres ocultos o proscritos, desde los murmullos que surgen al excavar lo invisible y lo inaudible? [Rían Lozano]
Para Irit Rogoff, el sentido de la teoría es localizar aquello que está fuera de los marcos teóricos, comprender por qué se sitúa fuera de los paradigmas y activar esa condición de exilio como una forma de movilización crítica y política. Advertencia: Eso entraña siempre poner el cuerpo, encarnar la teoría, ensayar una Theory in the flesh –como dirían Gloria y Marisa. ¿Pero, acaso, no es ese también el sentido de la pedagogía? Una pedagogy in the flesh que haga quizás de las sobras el plato principal, que des-mantele las jerarquías y nociones que nos han servido durante siglos, que reactive el conocer y el educar desde y con la lengua, el vientre y el cuerpo –sintiente, suficientemente lleno y henchido de placer o dolor–, que cocine las cosas de otro modo... Tal vez con esa pedagogía volvamos a aprender y a enseñar –y a escribir– sintiendo el revoloteo de mariposas en nuestros estómagos…..